Nota de opinión: Fernando Speranza en exclusiva para SD1°
“Yo me equivoqué y pagué (….) La Pelota no se mancha”, fueron unas de las tantas frases de Diego Armando Maradona inmortalizadas en el inconsciente colectivo. Y es que la pelota no se manchó, ni siquiera aquel día en que marcó el primer gol a Inglaterra con la “mano de Dios”. De ser un Cebollita, pibe muy humilde del Barrio Villa Fiorito, paso a ser entronado Dios terrenal y todopoderoso. Imposible que la fama mundial no de mareos de grandeza, más aún, cuando de no tener nada (ni para comer) al instante lo tenés todo, el mundo atado a tus pies. El éxito en los campos de juego lo llevó al estrellato y a los excesos, que comenzaron en Barcelona y se intensificaron en Nápoles. ¿Alguien puede estar seguro de lidiar con eso?
A pesar de la fama, y todo lo malo y bueno que implica poseerla, a pesar de las malas influencias, el Astro Argentino se mantuvo fiel a un comportamiento que lo destacaba: siempre estar cercano a los humildes, a los débiles, contra los poderosos, contra todos aquellos que, de una manera u otra, despreciaban las vidas humanas. Quizás consecuencia de esto, recaló en el Nápoli; el club del pobre, denostado, vapuleado futbolística y económicamente, sur italiano. Con la escuadra “Gli Azzurri” pudo hacerles frente a los poderosos y ricos del norte de Italia, conquistar títulos, y también conquistar a su gente, que lo amó incondicionalmente. Un contraste futbolístico, económico y social que solo El Diez pudo equilibrar a fuerza de gambetas.
Y así como ese contraste italiano, podemos decir que ambigua fue su vida, cargada de declaraciones contradictorias y de actos solidarios (muchas veces en el mayor de los silencios), digno del más humano de los dioses, parafraseando a Eduardo Galeano y su visión sobre Diego. De los perdigones a periodistas apostados en la puerta de su domicilio, a repartir juguetes a los niños más carenciados de Villa Fiorito; de presentarse en programas televisivos en un estado físico lamentable consecuencia de su adicción, a ser uno de los primeros en denunciar los entramados oscuros del fútbol y proponer una sindicalización de los profesionales del deporte más popular; de sus dichos cargados de altanería, exabruptos y “mal gusto”, a el abrazo fraterno y emotivas palabras con el otro “Pelusa”, Julio César Falcioni, no hace tanto tiempo.
Muchas de sus declaraciones no gustaron a los altos directivos de FIFA de aquel momento; y así fue que, resultante de ello o no, tuvo que recibir la medalla de Segundo, con un llanto de impotencia en la Copa Mundial de 1990 celebrada en Italia; culpa del penal de Codesal. Y cuando mejor se había preparado para lo próxima cita mundialista en Estados Unidos, nuevamente el dolor y un resquebrajamiento humano sin igual, cuando el doping positivo “le cortó las piernas”.
Tantas veces polémico, soberbio y mal hablado (dirán algunos), machista, mal padre (dirán otras), drogadicto (dirán aquellos); pero otras tantas veces, las más, El Pelusa nunca perdió su conciencia de clase, cosa que a muchos molestó. Se equivocó y pagó, una y mil veces. Gracias a los carroñeros de turno que vendieron su miseria a bajo precio por unos minutos de notoriedad o por primicia escandalosa. De seguro usted se preguntó ¿Por qué se lo quiere tanto a Maradona? Y la respuesta no es más que por el simple hecho de saber quiénes lo demonizaban, a quienes enfadaba y quienes eran sus verdugos. Bastaba saber esto para ponerse de su lado.
Su vida fue gambetear una y otra vez jugadores ingleses buscando convertir nuevamente el más hermoso de todos los poemas. Unas veces lo consiguió, y otras no; pero este Barrilete Cósmico nunca dejó de flamear, ciertas ocasiones a bajo vuelo. Pero este día 25 su vuelo se elevó a los cielos donde lo espera un panteón de Dioses Terrenales. El Diego nos enseñó, que la vida nos da terribles patadas y deja nuestros tobillos deshechos, pero como él, hay que levantarse. No olvidarse del compañero y de los más humildes. Pararse del lado maradoneano de la vida es justamente posicionarse contra las injusticias diversas. Porque pese a las propias imperfecciones humanas, siempre hay lugar para ser cada día mejor, y ser un Dios también.

